viernes, 21 de septiembre de 2007

Las manos trazan sobre el cuerpo mundos alternativos. Van y vienen aquí y allá sin prestar atención a las costumbres. No recuerdan los viajes anteriores ni piensan en los futuros, se centran en sí mismas y en el cuerpo que descubren. Las huellas invisibles que dejan a su paso son perennes, no se subordinan ni a las manos que las crean ni al cuerpo en el que se dibujan. Son inmortales e independientes. Descubren paraísos en cada centímetro de esa comunión física que forman carne y piel.

Las manos son seres extraños. Se diría que las manos discurren por huellas ya hechas, por caminos y veredas corporales inmutables. Las manos van trazando esos dibujos que pueden parecer ilógicos, pues se escapan a cualquier tipo de voluntad conocida, pero se encuentran ahí desde el principio del tiempo, como la envidia o la desnudez.

Sin embargo, cada caricia es un recuerdo, una vuelta a mí mismo, a ti que no sé ni quien eres, este cuerpo que linda con mis manos y este sentirme tan extraño. Porque tocarte también es una vuelta a ti, un constatar que solo estás entre mis manos (y ese verso de Rilke que dice que creemos poseer las cosas solo por tocarlas). Únicamente estas entre mis manos y sé que te podrías ir como en un sueño. Entonces cada vez que te toco es también una despedida, es una forma triste de intentar retenerte y no poder hacerlo, es una lucha conmigo, contra nuestros cuerpos. Y yo te toco y todo eso es ya una larga y desordenada elegía.

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