martes, 2 de octubre de 2007


Cuando Eva se fue, Mario pasó por sucesivas y graduales formas de desesperación que fueron desde la misma negación de la partida de Eva hasta la sublimación abstracta de su presencia, sin olvidarse de las convencionales alternancias de incomprensión y deseo, de reproches y declaraciones de amor igualmente incontestables.
El primer día que Eva no volvió apenas se movió de la cama intentando en vano convencerse de que negar la evidencia negaba el hecho mismo y que si por alguna casualidad se reincorporaba a la vida se reincorporaría inevitablemente a la muerte, que es sin duda lo que significaba vivir sin Eva al lado, sin el calor ni el olor de Eva a su lado, sin esos pequeños defectos que solo podían observarse en la intimidad cotidiana y que tanto le enamoraban y que sólo él podía ver. Una vez se hubo levantado de la cama (el ritmo de las horas es más tenaz que su intento de negación y a la fuerza ahorcan) Mario buscó por toda la casa cualquier cosa que le hiciese retener a Eva de algún modo, aunque fuese de manera simbólica. Nada quedaba de su ropa en los armarios ni de su cosmos ordenado de productos de limpieza en el lavabo. Todo lo que encontró se puede resumir a esto:
1.Algún que otro cabello en el servicio, que recogió con una dedicación digna de mención.
2.Una receta escrita de su puño y letra en un cajón de la cocina.
3.Una nota que decía: “voy a por el pan. Ahora vuelvo” dentro de un libro
4.Unas medias rotas en la basura.
Consiguió, no sin muchas dudas, franquear la puerta del apartamento y salir a la calle. Una vez en ella le sorprendió ver a sucedáneos de Eva, remedos de Eva, aproximaciones fallidas a Eva. Más tarde, en un ataque de locura posiblemente, resolvió intentar localizar aquellas partes que podrían parecerse a Eva y hacer abstracción del resto del cuerpo. Así de repente cuando cruzaba al otro de la calle de repente veía flotar en el vacío unos ojos similares a los de Eva, una chaqueta, un trasero, unas orejas (cuando vio dos orejas caminando hacia él no pudo evitar reírse, con un punto de nerviosismo).
Después de estas tristes abstracciones retomó el camino a casa, reunió esos pequeños regalos que le ofreció la tarde (los ojos, las orejas, los cabellos en el lavabo…), los juntó todos mientras se servía un ron caliente sin hielo que le desagradaba hasta punto difícil de explicar, y decidió dormir en el sofá esa noche. Bajo el manto de la música del gato Barbieri, ese saxo gritando en medio de la noche contra tantas despedidas y tantas soledades y tantos rones calientes y sofás y orejas anónimas cruzando apresuradamente una calle, Mario se acercó a la cara las medias rotas que encontró en la basura y que olían a basura, a pescado, a fruta podrida, a cenizas de cigarrillo y muy en el fondo a Eva, a esa Eva que ya no estaba allí, que nunca volvería estar (para qué engañarse) y pensó que esas medias eran un símbolo de la vida misma, una cosa que olía a mierda pero en el fondo tenía algo lindo, secretamente oculto por hedores repugnantes o, al contrario, que la vida era un perfume demasiado fuerte que en el fondo no hacía sino enmascarar una capa de deshechos pestilentes. Arrojó las medias fuera de su alcance, cerró los ojos y se dijo resignado que había que sobrevivir a la noche, como fuese.

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